Publicamos un artículo de opinión de nuestro querido colaborador el coronel médico Dr. Francisco Hervás Maldonado.
Todo empezó con un ligero picorcillo en la garganta, tras catar un par de gotas de cierto brebaje que le dio, con vasito de agua fresca, la curandera de su pueblecito alpujarreño. Al principio sintió como un repullo, como si se le quisieran salir las ansias, pero luego nada de nada. Bien, tal vez el remedio fuese ineficaz, pero ella se iba más contenta a casa, acarreando un poco leña por el camino para hacer las gachas. El Manuel vendría pronto de la acequia, de regar la poca huerta que les daba de comer. Ella, entretanto, echó de comer a los pollos y a la pareja de marranillos que engordaban para luego, en el frío enero, poder hacer una poca matanza.
La casa era pobre, pero limpia como una patena. Y desde que se compró la lavadora, ya no había que ir al lavadero, detrás de la plaza, a escuchar los dimes y diretes de las otras mujeres: que si tu hija no viene a verte, que si tus nietos no te conocen, que si debías poner teléfono, que si… Bien, la lengua es libre, tal vez demasiado en este pueblo.
Sin embargo, algo de cierto había en tanto comentario, pues su hija Isabel, desde que se casó, apenas si había pasado una vez por casa, y de esto hacían ya catorce años. Los tres nietos solamente la conocían de una vez que vinieron una semana. Y el yerno… ni siquiera se dignó aparecer por allí. No es que fuera un mal hombre, pues a la niña la tenía contenta, pero trabajaba demasiado y tal vez se avergonzaba un poco de ellos. Manuel y ella eran semianalfabetos, porque entonces solo se aprendía a leer y escribir, y las cuatro reglas, puesto que pronto tenían que echar una mano en casa, que las tareas del campo y el hogar requieren de muchos brazos para llevarlas a cabo.
Es cierto que teléfono de cable no tenían, pero su hija les regaló dos teléfonos móviles hacía ya algunos años, con los que hablaban con ella casi todos los días, pues los puso a su nombre en una cuenta fija, y a ella, gracias a Dios, no le faltaban los cuartos. Por eso, cuando el domingo la llamó para decirle que «de hoy en una semana iremos todos a verlos, Madre», no se lo creía mucho. «¿Y tu marido?», «también», «¿y los chicos?», «los tres». Bueno, explicó no se qué de una cosa de nervios y que ya se lo dirían. Ella enseguida se preocupó, pues el Manuel acababa de pasar las fiebres de Malta esas, por la manía de beberse la leche sin hervir que cualquiera le daba. Por eso hizo bien en no tener cabras, como muchas de sus vecinas, porque «la cabra es un animal sucio», pensaba ella. Y es que el Manuel era más de campo que las amapolas, de manera que todo le gustaba natural. Tres meses de pastillas, le costó la broma de la «cabra e Malta». Pero ya estaba bien.
Lo mejor para los nervios son los cocimientos de melisa, pensaba. Pero no, mejor iría a la curandera, que le preparase algo, para echarlo en el puchero. Algo que fuese bueno para los nervios, pero no muy fuerte. Así se
quedarían aquí más tiempo, al sentirse más tranquilos. Pero ella no le daba nada a su familia sin probarlo antes, y así se lo hizo saber a la curandera, que le apartó un poco – unas gotas en un vasito de agua – para que lo probase. «Al principio vas a sentir como escozores por dentro, pero muy suaves, después te vendrán las ganas de hacer cosas y al poco, te sentirás muy tranquila y no te vendrá mal una cabezadita». Así había sucedido, pero lo del dolor de cabeza nadie se lo había dicho y menos lo de los escozores de los orines. Muy molestas ambas cosas. Isabelita…, tú estás tonta – se dijo – ¿para qué vas a la curandera, habiendo médicos y píldoras? Como al día siguiente no mejoraba, decidió llamar a don Julián, que le recetó un analgésico y un antibiótico. Don Julián siempre mandaba lo mismo: un analgésico y un antibiótico. ¿Qué te dolían los ijares? Un analgésico y un antibiótico. ¿Qué te acatarrabas? Pues un analgésico y un antibiótico. ¿Qué se te ponía la voz ronca, te dolían los oídos, te picaban tus partes o te pinchaban los lomos…? Sin duda, lo mejor para todo eso: un analgésico y un antibiótico. Luego venía lo que venía: la cagalera, el dolor de tripas, los sudores… Pero don Julián siempre tenía coartada: «si no me dices bien lo que tienes, ¿cómo voy yo a averiguarlo?»
La curandera del pueblo era, en realidad, una auxiliar de Farmacia retirada, aficionada a la alquimia, con conocimiento de causas, pero no de efectos, que mezclaba píldoras y cápsulas con ampollas y disolvente universal (agua), añadiéndole un poquito de orujo para darle sabor. Con el tiempo acabaría encarcelada, como consecuencia de que se cargó a un par de lactantes, pero de momento no. De hecho, el cóctel que le preparó a la Isabelita (así le llamaban a ella, mientras que su hija era doña Isabel, pues el dinero manda mucho), consistía en una docena de valium 10, siete pastillas de cafinitrina, y cuatro cápsulas de antidiarreico, machacadas y disueltas en un vaso de cocimiento de ajo, corteza de limón, salvia, canela (una ramita) y unas hojitas de laurel, añadiéndole tres o cuatro pastillitas de sacarina, para que estuviera dulce y tres ampollas de vitaminas del grupo B, que le daban buen color. Todo lo pasaba por el chino y lo colaba en un frasco violeta, con tapón de corcho. Para poderlo dispensar, adjuntaba un cuentagotas: siete gotas por persona, decía. Con dos gotas, a la media hora estaba traspuesta Isabelita.
Cuando Isabelita despertó de su trasposición, estaba llena de dudas, de manera que se lo contó a Manuel, que le aconsejó no utilizarlo. «Hay que tener cuidado con las cosas que no son naturales», decía. «Pues mira lo que te ha pasado a ti, por ser tan… natural».
En estas llegó el domingo. Isabelita se subió a la azotea de la casa, donde tendía la ropa, para verlos venir. Manuel se salió a la puerta con su silla de enea, mientras aprovechaba para coserse unas sandalias rotas, para el campo. Y allí nadie venía.
Pasaron las horas y se fueron a la casa, a comer algo. Como les cabía la duda de si vendrían o no, sacaron los teléfonos móviles y llamaron a su hija. «Enseguida llegamos, ya estamos por Lanjarón». Era cosa de menos de una hora, porque las carreteras son malas, con muchas curvas, que si no ya mismo estaban. Lanjarón es la entrada natural a las Alpujarras desde Granada.
Volvieron ambos a sus puestos de observación y vieron pasar varios coches, pero allí no apareció nadie.
Transcurridas unas pocas horas, el teléfono móvil de Isabelita sonó.
– Ya estamos aquí, Madre, ¡cuánto me alegro de hablar con usted!
– Pero si yo no te veo…
– Es que nos hemos venido al Parador, ¿no te lo dije?
– Pero…, pero si está a más de dos horas de aquí.
– Ya, pero es el sitio mejor para dormir.
– Claro, claro, pero yo creía que vendríais a casa.
– Bueno, a ver si tenemos un ratito. ¿Y el Padre, está mejor?
– Si, pero…
Lo demás fueron intrascendencias. No venían a casa. Claro, no estaban acostumbrados a esas incomodidades. Había que encender el calentador de butano para ducharse y el cuarto de baño, aunque nuevo (lo hicieron un par de años atrás) era uno solo para todos… No, su casa no era para ellos. «Están bien y son felices», se dijeron. Con eso bastaba.
Unos días más tarde volvieron a recibir una llamada, esta vez desde el hospital comarcal.
– Estamos todos ingresados con una diarrea y fiebre.
– ¿Qué os ha pasado? – preguntó Isabelita, la abuela.
– Pues algo que hemos comido, seguramente. Parece ser que es una bacteria muy común por la zona.
– Pues ahora mismo vamos a veros.
Cogieron el siguiente autobús y llegaron al hospital a primera hora de la tarde. Allí los vieron a los cinco, en dos habitaciones, llenos de suero y con las caras pálidas y ojerosas. Pero ya estaban mejor, pues por la tarde les retiraron los sueros, les pusieron un tratamiento y les dieron el alta. Eso sí, esta vez se fueron a su casa, al pueblo, tras comprar media docena de orinales en un chino. «Allí os cuidaremos mucho mejor».
Al verlos tan alterados, cuando llegaron a casa, la abuela Isabelita decidió prepararles un caldito caliente, así como unas lonchas de jamón york. Pero cuando estaba preparando el caldo, vio el bebedizo de la curandera y sin pensárselo dos veces se lo atizó al caldo todo entero.
– ¡Esto sí que es un caldo bueno, como los de antes! – dijo el yerno.
– Madre, cada vez me alegro más de estar aquí y que nos cuiden ustedes – añadió doña Isabel, la hija.
– ¡Está riquísimo, abuela! – concluyeron los nietos.
Unos minutos después, todos dormían en sus camas. Todos excepto Manuel e Isabelita, que no habían tomado caldo. «Puede que se tiren durmiendo un día entero», dijo Isabelita a Manuel, «pero les hace falta». Además no había problema alguno con el despertar. Ya se lo había advertido a don
Julián, que les había recetado cantidades ingentes de analgésico y antibiótico, pues sabía que ese era un cuadro bravo. Como el pueblo en las fiestas, que ya se aproximaban.