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Ignacio Camacho

Bandera de nuestros padres

La opinión de Ignacio Camacho (ABC.es  26/10/2013)

 

Manolo Escobar le puso a un tiempo de tristezas el cascabeleo sentimental que endulzó la memoria de una cierta España

ABC.es  26/10/2013 – 
 
 

TENÍA una de las mejores colecciones de arte contemporáneo de España –Guinovart, Barceló, Tapies, Chillida, Úrculo, Gordillo, Chirino…– que enriquecía comprando con pasión de autodidacta y ojo de experto. Sí, hablo de Manolo Escobar, el príncipe de la copla y el pasodoble, nuestro Elvis rumbero. Asociado al tópico rancio y facilón del populismo folklórico, a la españolía hortera de guitarra y tupé, estuvo siempre por encima de su propio estereotipo. Era un hombre moderno, curioso, adaptadizo y abierto; la antítesis del divo insufrible que habría podido ser de habérsele subido a la cabeza el éxito. Se sabía, simplemente, hijo de su tiempo, del tiempo de tristezas al que supo ponerle una pegadiza alegría cantarina, un cascabeleo sentimental que endulzó la difícil vida de un par de generaciones. Fue la bandera emocional de nuestros padres, la memoria sonora de nuestros abuelos. El emblema de una cierta España a la que le tocó vivir la coyuntura histórica de un país en tránsito.

Manolo Escobar simbolizó también los hilos invisibles que cosen un país surcado de conflictos identitarios y territoriales. Andaluz irrenunciable –siendo de Almería, la provincia con mayor recelo de integración regional, apoyó la gran movilización autonómica de febrero del 80–, desmintió con su ejemplo aquella cruel frase de Machado de que un andaluz andalucista era un andaluz de segunda y un español de tercera. Él fue un español de primera, de una españolidad integradora y sin complejos, que acunó con su voz y con su experiencia la dura adaptación social de la emigración en Cataluña. Casado con una alemana –Marx de apellido, toma castaña– era puro mestizaje, el testimonio de esa nación con maletas que acariciaba los mismos sueños de progreso y de esperanza en Mataró, en Düsseldorf, en Badajoz o en Fuengirola. Y convirtió su «Viva España» en un himno oficioso y popular cuyo impacto sociológico ha superado de largo su evidente vocación de jarana cervecera.

El desdén exquisito de un cierto progresismo de salón no ha podido solapar su formidable impronta en nuestra cultura de masas. Muchas madres de esos displicentes ilustrados que lo despreciaban estuvieron enamoradas en silencio de él, temblaron con sus romanzas y acudieron a sus recitales con un aleteo de secretas mariposas de ilusiones. Sólo algunos lúcidos intelectuales de izquierda como Vázquez Montalbán supieron entender su condición luminosa de cantante del pueblo. Fue una leyenda de la música popular, un fenómeno sencillo de emotividad elemental que por debajo de los circuitos de élites a la violeta supo alcanzar el corazón de la gente. El público veía con cariño en él a uno de los suyos, un emigrante que representaba a la azarosa España de «Cuéntame». A la modernidad adaptó con fluidez su vida, pero no su trabajo, vinculado para siempre a la memoria de un tiempo ya vencido, pero inexcusable.