En nuestros días estamos viviendo una historia creciente de desasosiego. Por una parte, debido al interés especial, de los grupos que gobiernan el mundo, por hacer disminuir la población a todo trance, dividiéndola en dos grandes grupos: ellos –una minoría elitista– y los demás, la población restante. Para ello promocionan las aberraciones sexuales de todo tipo, la homosexualidad, la incultura, el vivir del estado con unas pocas perrillas y la destrucción de la sanidad (no solo la pública, sino también la privada), entre otras muchas cosas (impuestos, consumo, medios energéticos, agua, etc.). Pero es que la cosa no queda ahí, pues nuestro planeta cambia su inclinación y esto conlleva terremotos, inundaciones, cambio del clima, desaparición de algunas especies, aparición de otras… Y por si esto fuera poco, se promueven enfrentamientos de todo tipo: guerras, destrucciones de recursos injustificadas (embalses, carreteras, puentes, cultivos…). Si a ello le unimos la progresión de las dictaduras con un serio descenso en la libertad de las gentes, pues el menú está servido: esto se acaba.

Hablar del fin del mundo es hablar de lo que se ignora. ¿Cuántas veces han aparecido y desaparecido especies humanas en la tierra? En realidad, no lo sabemos, porque todo lo que conocemos es inferido por hallazgos no bien explicados, como por otra parte es lógico. Además, nuestra percepción se ve limitada a nuestros cinco sentidos y no percibimos muchísimas cosas que también existen. Solamente observamos algunas, como radiaciones, sensaciones inexplicables de miedo o de tranquilidad y algunas otras cosas. Pero todo eso es una pequeñez. Ante todo, una pregunta nos inquieta: ¿la vida continúa tras la muerte? Y si es así, ¿cómo? Pero si no es así, ¿Qué sentido tiene nuestra existencia? Tal vez llevaba razón Rocinante cuando Babieca le decía: “metafísico estáis”. A lo que Rocinante respondía: “es que no como”. Bueno, pues a lo mejor acertaba Cervantes en su prólogo del Quijote, donde se cuenta eso en el “Diálogo de Babieca y Rocinante”. A lo mejor es que no comemos lo que debemos en calidad y cantidad. Uno nunca sabe…

Pero lo cierto es que la frase de Quintiliano, en el siglo I de nuestra era, es más que demostrativa: “todo lo que tiene un inicio llega a un final”. Es algo propio de Perogrullo, porque todos sabemos que vamos a morir y cambiar de vida (¿o desaparecer?), por lo que resulta absurdo confiarse a algo que no sea el bienestar espiritual, al que solo se puede llegar mediante dos caminos entrecruzados: la solidaridad y el amor. Lo demás son pamplinas más falsas que una moneda de 3,37 euros. Más bien debemos pensar lo que decía Frank Hubert: “No hay final real. Solamente el lugar donde detienes la Historia”. Porque si algo no puede durar para siempre, parará (Herbert Stein). Según vemos la evolución de las relaciones humanas en política, economía, principios éticos, coexistencia, etc., parece que el parón de la vida se avecina. Y vemos los recursos que se emplean para ello, que son muchos. En primer lugar, las guerras, como la de Ucrania vs. Rusia o Palestina vs. Israel. En el primer caso la esencia del conflicto está en dos líderes de la antigua U.R.S.S., Kruschov y Brefniev, que eran ambos ucranianos y ampliaron las fronteras de su tierra. La segunda guerra del oriente medio se debe por una parte a motivos religiosos, pues el Islam justifica las guerras y tal vez el Judaísmo también. El problema es que los primeros son profundamente incultos y los segundos todo lo contrario, son la esencia del conocimiento extendido por el mundo. Ambas creencias no aceptan la convivencia, sino que son partidarias de la imposición. Sin embargo, los judíos han padecido grandes represiones en el mundo. Los han torturado, asesinado, robado, insultado… Y los islámicos han sido siempre algo mejor tratados, porque al ser incultos no se les suponía mucho peligro. Y ahí están, rebuznando odio por el mundo sin saber que es lo que quieren, aparte de una actitud terriblemente egoísta, con un claro maltrato y desprecio del sexo femenino, una libertad de abusar de las gentes de otras creencias y un desprecio de la vida, a veces incluso de la suya propia, los más radicales. Séneca ya captó aquello –mucho antes de la creación del Islam– con una frase inmejorable: “el que desprecia su vida es dueño de la tuya”.

Ante tanta barbarie provocada por el terrible egoísmo de las élites y la notoria incultura de sus “esclavos”, ya se piensa en la cercanía del fin del mundo. Bien, son ganas de pensar tonterías. Podría ser el fin de nuestro mundo, es decir: de la especie humana en este mundo, pero el mundo seguiría de otra manera, pues ni lo conocemos ni sabemos cuál es la esencia de la vida en el mismo. Tolkien ya lo decía en una reflexión genial: “¿Final? No, la travesía no termina ahí. La muerte solo es otro camino. Uno que todos debemos tomar”. Porque, al fin y al cabo, para cada uno el fin del mundo no es otra cosa que su muerte, o al menos eso suele ser lo que cada cual se cree. Pero también lleva razón Craig Lounsbrough al decir que “un final es solo un inicio disfrazado”. Y volvemos al principio: ¿Quién sabe lo que es la muerte y qué hay tras ella? Por ahora nadie. Sin embargo, los hombres somos auxiliados por las religiones, cada cual por la suya, de manera que tenemos la esperanza de continuación. Bertrand Russell ya dijo que en esta vida se puede perder todo menos la esperanza, pues mientras que conserves la esperanza podrás recuperar todo lo demás. Por eso ponemos el cariño, la confianza, el humor e incluso la vida tras la muerte. Y yo pienso que es acertado, porque estoy convencido de que hay mucha más vida perceptible tras la muerte y, desde luego, mucha más felicidad porque la necesidad de bienes es inexistente, por fortuna. Pero es que hay mucho más e incluso pruebas.

Hay un libro publicado en 1975, titulado “Vida después de la Vida” y escrito por Raymond Moody, que yo considero imprescindible leer cuando se trata el problema de la muerte. Si “Vida después de la Vida” marcó un punto de inflexión respecto de todos los conceptos que el hombre moderno tenía sobre la muerte –tanto culturales y espirituales como científicos– este sorprendente trabajo abrió también un polémico debate en torno a otro tema «tabú» en nuestra sociedad: la posibilidad de contacto con las personas fallecidas. Después de las sorprendentes investigaciones sobre la posibilidad de contacto con apariciones de personas fallecidas logradas por el doctor Moody en su «teatro de la mente», esta obra nos ofrece el fruto de dichas investigaciones llevadas a cabo por decenas de personas en un entorno de laboratorio y efectuadas con la ayuda de espejos con cámaras diseñadas específicamente para el desarrollo de la experiencia. El resultado nos abre nuevas perspectivas, planteamientos y reflexiones que, sin lugar a duda, harán considerar su actitud incluso a los más escépticos. Por tanto, deben superarse prejuicios y condicionamientos previos. El autor, un médico con una sólida conformación humanista, además de psiquiatra y profesor de filosofía, realiza su trabajo, con una profunda carga antropológica, y ofrece una casuística que demuestra el calor terapéutico y consuelo que estos encuentros con visiones de seres queridos fallecidos aportan a sus pacientes. Un libro que debe considerarse más que necesario para poder tratar estos temas.

De manera que ya hay algo más que opiniones sobre el final de la vida y comienzo de la otra vida. Esto lo podemos ampliar a nivel universal e infinitesimal. Porque, al fin y al cabo, la cuantificación perceptible no tiene valores finales, pues no conocemos el máximo ni el mínimo del universo o tal vez multiverso, y tampoco conocemos del mínimo de las partículas subatómicas ni si hay otras internas a ellas. No sabemos que es la energía ni quien la compone. Tampoco conocemos todas las formas de energía, sino solamente algunas. Cada vez que pienso en ello me acuerdo de Sócrates, que decía: “yo solo se que no se nada y como se que no se nada, ya se algo”. Claro que tampoco podemos garantizar la autoría de la frase, pues hoy en día se piensa que Platón se inventó casi todo lo que dijo de Sócrates, ya que Sócrates no escribió nada o al menos no se conoce si es que lo hizo. Pero la frase es muy afortunada, porque no sabemos nada, evidentemente. Aunque hay quienes se creen que saben algo. En fin, tal vez sean cuerpos gloriosos incrustados en seres vivos, porque otra cosa… no es viable.

Pero toda esta reflexión debe de servirnos para llegar a dos conclusiones: una particular y otra general. En la particular da la impresión de que los seres vivos poseemos dos cuerpos, uno perceptible y otro no, al que llamamos alma. Pero es que esto debe de hacerse extensivo a los animales, plantas e incluso elementos inmateriales. Es decir, que hay dos mundos en uno, de manera que, si destruimos uno, siempre nos quedará el otro, capaz de reconstruir el primero. Hay dos universos, dos multiversos, dos energías, etc. ¿Y eso qué significa? Pues para mí una cosa, Dios es un genio, cosa que pienso por ser creyente. Ha hecho la creación tan bien, que es indestructible y puede recuperarse todo. Es como si nos mirásemos en un espejo, pero con la misma vida a ambos lados del mismo. Ello significa que, aunque queramos, no podemos destruirnos.

La conclusión general es que posiblemente el mundo requiere alguna reparación seria y tal vez lo destruyamos por ello, porque al igual que una casa en ruinas la mejor manera de repararla, y la más barata y sencilla, es tirarla y construirla nueva de una manera correcta, nosotros hemos ido destruyendo todo y estamos en ruinas. Al menos esa es la explicación más plausible de lo que parece venírsenos encima. Y da igual lo que piensen las
élites y los oclócratas (individuos incultos e inmorales), porque si tiene que pasar, pasará. Pero como decía Juan Pablo II: “no tengáis miedo”.

Francisco Hervás Maldonado