UNA FOTO DE 1950
Por Fernando Giménez Moreno
Hace unos años leí un artículo que iba encabezado por la misma foto que acompaña esta carta.
Estaba muy bien escrito, las cosas como son, pero destilando ponzoña desde la primera palabra hasta el punto final. No calificaré al autor como me gustaría hacerlo, no quedaría bien en este foro; además, la “h” es muda y la “j” suena muy fuerte cuando precede a la “p” y a la “t”. Si no recuerdo mal, el autor hacía un retrato de cada uno de los tres civilones que aparecen en la imagen, atribuyéndoles todo tipo de abusos, represión y torturas contra la población civil indefensa.
Ya no recuerdo cuál de ellos (siempre según el autor) disfrutaba deteniendo a chicos jóvenes por el simple delito de haberle mirado mal. Otro de ellos tenía cara de torturador, y tenía la costumbre de de apagar cigarros encendidos en la piel de los detenidos. Racistas los tres, por supuesto, detenían sin motivo a cualquier gitano que se cruzara en su camino, por el mero hecho de serlo. Ni que decir tiene que los tres estaban al servicio de los señoritos terratenientes de la zona, consintiendo todo tipo de abusos a los hijos de éstos.
Hombre, pues ya puestos, yo también voy a inventarme la historia de los tres guardias, haciendo otra lectura de la foto. Pero en sentido contrario. Les pido perdón de antemano a ellos o a sus familias por describirlos sin conocerlos en persona. Creo que sabrán disculparme por el cariño con que me dispongo a imaginarlos.
Empezando por la derecha, y no se interprete esto con intencionalidad política.
Es aficionado a la electrónica y se atreve a meterle mano a las radios a válvulas que tienen en algunos puestos de su Comandancia. Inevitablemente, cualquier avería en el teléfono o en la luz en su puesto se le adjudica, y para allá va allá que va él, alicate, tijera y destornillador en ristre, a arreglar la avería. A la hora que sea. Cuando puede se compra algún libro o alguna revista de electrónica, algunos de ellos en inglés, idioma que lee con cierta facilidad, pero que le cuesta mucho entender “de oído”, y todavía más, hablar. Fue el único del puesto que se pudo comunicar con un fotógrafo americano que estuvo por la zona retratando la vida y costumbres de la región. En una de las revistas ha leído que se está trabajando en América con lo que llaman un ‘cerebro electrónico’ a base de válvulas, el cual es capaz de hacer cálculos mil veces más rápido que un cerebro humano. Y sueña con lo maravilloso que sería poder tener un cerebro de esos en la Comandancia, para poder guardar toda la información y poder buscarla rápidamente sin tener que perderse entre archivadores.
Él no lo sabe todavía, pero cincuenta años más tarde en las oficinas, despachos y casi todas las casas del mundo habrá ‘cerebros electrónicos’ conectados entre sí, que harán la vida más fácil a las personas: podrán mandarse mensajes como si fueran telegramas, podrán hablar como si fuera por el teléfono, e incluso verse las caras mientras hablan. Y mandar y recibir dinero de la cuenta del banco, sin tener que ir a la sucursal. Pero esas comodidades tendrán un precio: delincuentes de nuevos delitos usarán sus ‘cerebros electrónicos’ para robar y estafar, y para traficar con imágenes íntimas robadas a personas inocentes. Y no sabe que habrá otros guardias como él, expertos en estos nuevos delitos, vigilando permanentemente para evitarlos, y para detener a sus autores.
El del centro.
Es duro e infatigable en sus patrullas por caminos y carreteras, y tiene un instinto especial para saber reconocer a los delincuentes con sólo mirarles a la cara. Cuando se cruzan con algún desconocido, siempre se pone delante para ser el primero en verle la mirada. Sus compañeros de patrulla le dejan hacer en esos casos -no suele equivocarse-, y por su actitud en el saludo al desconocido saben lo que viene a continuación. Ni él mismo comprende esta intuición de distinguir a las malas hierbas, simplemente los mira y lo sabe.
Algún señorito de la zona, de apellido ilustre, ha tenido ocasión de comprobar que no es aconsejable amenazar a nuestro guardia con un “verás cuando se entere mi padre”. Porque efectivamente, su padre se enteró: tuvo que ir a buscarle al calabozo del cuartel, pagar una multa y recibir una delicada reprimenda por parte del cabo, que le recordó que “nadie es más que nadie”, por lo menos dentro de su jurisdicción.
Dentro de cincuenta años habrá otros guardias como él, con un uniforme diferente de forma pero del mismo color, que tendrán el mismo instinto, igual de valioso, porque la intuición para detectar al delincuente siempre ha sido crucial en el trabajo de las policías. Tendrán una labor fundamental en los interrogatorios, en las aduanas y en los controles de carretera. Son esos guardias que en las aduanas ven venir de lejos a los que tienen algo que ocultar, los que deciden a quién registrarle la maleta a fondo. Esos guardias que están presentes en los interrogatorios, sin participar mucho en los mismos, mirando la cara del interrogado, y que muy pronto saben si está mintiendo o no.
El cabo, a la izquierda en la foto. (las similitudes de lo escrito con el artº 5º del cabo –RROO de Carlos III- no son casualidad)
Es el jefe más inmediato de los guardias de su puesto, y se hace querer y respetar de ellos. En los pueblos a los que da servicio, es una autoridad, con todo lo que ello quiere decir. Infunde en sus guardias un gran amor por el servicio que realizan y les exige exactitud en el cumplimiento de sus obligaciones. Es firme en el mando, pero muy comprensivo a la hora de librar del servicio a sus hombres cuando tienen necesidad de ello. Cuando ha tenido que imponer algún correctivo, lo medita bien y nunca se lo comunica de mala manera al interesado, siendo comedido en sus palabras aun cuando reprende. En una España que es muy injusta con las mujeres, en la que no está mal visto que los maridos de vez en cuando peguen a sus esposas, él es una excepción. A sus espaldas –no se atreverían nunca a decírselo a la cara- algunos dicen que es un ‘calzonazos’, porque las decisiones en su casa las toma siempre consultando a su mujer. Hombre prudente y de cabeza fría, sólo pierde los estribos cuando un marido pega una paliza a la madre de sus hijos, normalmente estando borracho. Sus hombres, que le conocen bien, en esos casos le piden que se quede en el puesto, y si no le convencen, le acompañan los dos para evitar una desgracia durante la detención del maltratador.
Cincuenta años más tarde, escandalizarían algunas de las cosas que hace –que puede hacerun cabo jefe de puesto. En el caso de maridos alcohólicos que cogen el jornal con una mano para gastárselo en vino con la otra, lo detiene y le encierra en el cuartel hasta que se le pase la mona; habla con el patrón y le ‘ordena’ que a partir de ese momento el jornal se lo dé a él en mano, o a cualquiera de sus guardias; y cada fin de mes, les entregan el jornal del borrachín y se lo llevan en persona a la mujer de éste.
Cincuenta años más tarde, ya no habrá cabos como él con ese tipo de atribuciones. Todo habrá que hacerlo mediante procedimiento judicial, con denuncia, abogado, procurador, dos años de espera, sentencia, recurso, más abogado, más procurador, tres años de espera, y sentencia firme. Más legal pero menos efectivo. Nuestro cabo no sabe que para entonces habrá mujeres que vestirán el uniforme del Cuerpo, dándole a éste un plus inapreciable de sensatez femenina. Pero se alegraría mucho de saberlo.
Ninguno de los tres sabe todavía que a la vuelta de cincuenta años se cernirá una amenaza silenciosa sobre el futuro del Cuerpo, una gangrena que desde el interior, so pretexto de defender los intereses de los guardias, tomará forma de sindicatos, y cuya última intención será acabar con la esencia de la Benemérita: su carácter militar.
Cualquiera de los tres sentiría vergüenza si pudiera ver a algunos guardias mancillar el tricornio, manifestándose de uniforme por las calles de Madrid gritando consignas asamblearias contra sus jefes. También es verdad que a este espectáculo bochornoso sólo irán una minoría de guardias, mucho más preocupados por el derecho de huelga que por mejorar las condiciones en que se encuentran las casas-cuartel (que -la verdad sea dicha- en la mayoría de los casos deja bastante que desear).
Pero tampoco saben que, después de tantos años, la gente de bien seguirá sintiéndose protegida al cruzarse con ellos, y que muchos padres echarán de menos la silueta de una pareja de la Guardia Civil patrullando por las nuevas urbanizaciones de toda España. Con paso corto y vista larga, pero con teléfono móvil conectado a internet.
Supongo que los guardias de la foto también tendrían sus defectos. Pero yo, la verdad, no se los he visto.
Fernando Giménez Moreno