Mi padre siempre me repetía que el periodismo «no es una profesión, es un sacerdocio» que nunca se deja de ejercer. Algo similar le sucede a muchos guardias civiles y policías que tras la jubilación siguen dejándose caer de vez en cuando por los bares cercanos a su antiguo lugar de trabajo para preguntar por su gente o interesarse por aquella investigación que dejaron sin acabar.
Alguna vez he hablado en este espacio de las similitudes entre las dos profesiones que mejor conozco: la mía –periodista– y la de policía. Este verano se han cumplido 29 años desde que hice mi primer servicio en la calle, el atentado de ETA en la plaza de la República Dominicana, que costó la vida a doce guardias civiles. Entonces hacía prácticas –no existían los becarios– en la extinta Antena 3 de Radio. Tras aquella primera y terrible información –que debí cubrir de manera lamentable–, en enero de 1988 empecé a trabajar en la sección de Sucesos del también extinto diario Ya, donde el verano anterior había hecho prácticas.
Desde aquel invierno, he estado dedicado a la información policial, de tribunales, de terrorismo… y eso me ha posibilitado conocer y trabajar con muchos guardias civiles y policías. La naturaleza y el paso del tiempo han hecho su trabajo y a muchos de esos primeros que confiaron en mí, que tendieron ese permanentemente inestable puente colgante sostenido en la confianza entre agente y periodista, les ha llegado el momento de la jubilación. También a algunos de los compañeros con los que compartí trinchera periodística y con los que competí en buena lid en largas noches de guardia frente a la Brigada de Policía Judicial de Madrid –La Pringue–, en la casa de Emiliano Revilla a la espera de su liberación, en motines carceleros o en tantos y tantos sucesos. Mi padre es uno de esos reporteros a los que le llegó la edad de la jubilación, aunque cuando hablo con él recuerdo lo que siempre me decía cuando le veía de sol a sol en la redacción del también extinto diario Pueblo: «Esto no es una profesión, hijo, es un sacerdocio. Uno nunca deja de ser periodista».
En aquel momento yo pensaba que se refería a que hay que ser periodista 24 horas al día y siete días por semana, pero ahora que han pasado unos años desde que mi padre se jubiló me doy cuenta de que se refería a que, como los sacerdotes, uno nunca deja de ser periodista: aunque esté de vacaciones, aunque se case –en el caso de los religiosos– o aunque se jubile. Un proceso similar al de mi padre lo he visto en algunos de los policías y los guardias civiles que se han jubilado estos años. Un pionero de la Unidad Central Operativa (UCO) se resistía a dejar su puesto cuando le llegó el momento e incuso barajó hacerse cargo de la cantina de una sede de la Guardia Civil. Otro viejo caimán, que pasó media vida destinado en la Comandancia de Madrid, donde ha dejado una huella indeleble, incluso en forma de estatua, prolongó su estancia allí hasta el último minuto posible mediante habilitaciones especiales de todo tipo. Ahora dicen que anda por su pueblo, al este de Madrid, intentando comprobar cómo es la vida sin desayunar con el parte de incidencias diario.
Mi padre se resiste a dejar de estar puntualmente informado, maneja tablets con más voluntad que acierto y hasta se ha buscado un rincón en el que seguir poniendo en negro sobre blanco –digital, eso sí– su visión de la vida. Igual que mi padre no quiere dejar de estar en la pomada informativa, algún viejo comisario se deja caer de vez en cuando por los bares cercanos a su antiguo lugar de trabajo para preguntar por su gente, interesare por aquella investigación que dejó sin acabar o, simplemente, respirar el mismo aire que respiró tantos años.
La familia ha sido el asidero de muchos de estos jubilados. Cuentan que por Vallecas, un viejo madero al que los choros de Madrid recuerdan como uno de los tipos más duros e implacables de La Pringue, anda paseando nietos y ejerciendo de abuelo con la misma dedicación con la que enchironaba atracadores. Otro de esos comisarios con el pecho cargado de medallas ganadas en la lucha contra la delincuencia organizada, cuando el término ni siquiera existía, ha encontrado en el huerto de su tierra el aire que le empezó a faltar cuando colgó la placa. La casa en la playa, las lecturas atrasadas, el cuidado de una familia que tantas veces desasistieron a causa de su trabajo, son las salidas de muchos de estos caimanes.
Antes de despedirse, es frecuente que sus compañeros les homenajeen con multitudinarias comidas con sobremesas que se prologan hasta la noche. Allí reciben un baño de cariño y metopas, placas o cualquier otro recuerdo de su estancia en su unidad. He asistido a algunas de esas comidas en las que se alternan las anécdotas que nunca me dejan contar y la emoción de quien se sabe ya iniciando un camino sin retorno. Cuando se enfrían esas emociones, algunos lo dicen en voz muy baja; otros no lo reconocen nunca, pero todos ellos añoran sus años de servicio. Mi padre está más cerca de un comisario que se jubiló hace unas semanas y me lo dijo muy a las claras: «¡Pero cómo no voy a echar de menos esto! No ha sido un trabajo, ha sido una forma de vida, la mejor forma de vida posible».
Manuel Marlasca