Nuevo artículo de nuestro colaborador, el Coronel Médico, D. Francisco Hervás Maldonado
La vanidad
Francisco Hervás Maldonado.
Hace muchos años, vivía en Éfeso un joven vanidoso llamado Eróstrato. La verdad es que con tal nombre, pocos se referían a él adecuadamente. Estuve ayer con el de la calle de arriba” decían, o bien “ese joven tan aficionado a la pesca”, etc. Aquello dolía profundamente a Eróstrato, pues le condenaba al anonimato y olvido subsiguiente. De manera que un buen día, aquél joven vanidoso marchó al templo de Artemisa (el más considerado de la ciudad) y le metió fuego por los cuatro costados. Mientras ardía como una tea, él se puso delante y daba grandes voces diciendo: “¡He sido yo, E-rós-tra-to!”, con objeto de pasar a la posteridad, aunque fuera por su acción canalla. Fue detenido y juzgado, pero resultó extrañamente sancionado, dejándolo en libertad. No, no es que los magistrados fueran comprados o enloquecieran, no. Aquellos magistrados emitieron un edicto de obligado cumplimiento, mediante el cual se prohibía para siempre pronunciar o escribir el nombre de Eróstrato en la ciudad de Éfeso, conociéndose tal como el primer anonimato logrado por sentencia judicial. ¡Qué buena sentencia sería esa para determinados políticos y grupos terroristas!
La vanidad es la expresión de la profunda descreencia de los pobres seres humanos, es el guiño a la nada cuando se duda de la propia trascendencia, es una forma de ser y estar en la vida, cuando el vanidoso se siente íntimamente carente de perspectivas. A veces la vanidad es útil para un pueblo. Así, Alejandro magno creyó que era hijo de dios, merced a las influencias nefastas de Demóstenes y del oráculo de Amón, cuyo sacerdote – un notable adulador – le convenció oficialmente de tal barbaridad. Afortunadamente, el Plasmodium falciparum puso las cosas en su sitio, matando a Alejandro – el único hijo de dios palúdico conocido – a la corta edad de treinta y dos años. Sin embargo, esta vanidad fue de gran utilidad para los griegos y, en general, para occidente. Es así que la vanidad venció a la codicia, representada por el imperio persa. Yo creo que hoy en día poseen nuestros dirigentes políticos ambas imperfecciones.
Heggel era un pesimista. Los seres humanos que perduran en la memoria, siempre sufren persecución e incomprensión en vida, mientras que quienes destacan en vida, son rápidamente olvidados cuando desaparecen: “los individuos históricos no hallan su fin y su misión en el sistema tranquilo y ordenado, en el curso consagrado de las cosas “… Es difícil escapar en este punto a los extremismos de Lessing, cuando dice aquello de que “la humanidad vive gracias a sus genios, pero estos malviven gracias a la humanidad”. Entonces… ¿Es bueno ser vanidoso?, pues no y sí. No es bueno en cuanto que es absurdo encumbrarse cuando se carece de soporte, pero tal vez sí sea bueno que los genios se protejan de la devoración social, estableciendo una barrera de seguridad que en cierto modo les aísle y proteja de la gentuza que muchas veces nos manda. Eso sí, los tontos no debieran ser vanidosos, pues “no puede haber verdaderos éxitos más que en los dominios del conocimiento, accesibles solamente a una minoría”, según opinaba Gumplowicz. ¡Qué cosa más deplorable es la vanidad del necio! No hay cosa peor que un tonto presumido.
El vanidoso náutico gusta de navegar en conserva, barajando la costa y con viento de bolina. No gasta de vela ajena. Conduce automóviles de notable perspectiva y gran cilindrada, peinándose en los semáforos y ajustándose la corbata con más frecuencia de lo que fuera menester. Bebe alcoholes de marca, fuma tabacos de marca, viste ropas de marca. En fin, que gasta más marcas que las reses de un cuatrero. Usa sala VIP, tarjeta VIP, plaza de avión VIP y todos los VIP habidos y por haber. Esto conlleva un notable mecenazgo sobre la industria de los servicios.
Vamos, un político o sindicalista cualquiera. Al final, el vanidoso se muere un día, lo entierran y a otra cosa. Se publica su vacante (hay una lista de espera muy completita) y se cubre con extrema celeridad.
Bueno, bueno, pues esto se complica. Al parecer hay vanidades fatuas y vanidades consistentes. Pero ahí no para la cosa, porque las vanidades pueden ser locales, como la del amigo Eróstrato o ubicuas, como la de cierto coadjutor de mi pueblo, quien al término de las sagradas lecturas, solía decir: “palabra de Dios, aunque no estoy muy de acuerdo”. Tal vez desconfiaba de San Jerónimo y su “vulgata”. Y llegado a este punto, me sale la vena Aristotélica y no me puedo reprimir: clasifiquemos, clasifiquemos. A saber:
– Vanidad fatua local, propia de munícipes y régulos minoristas. Es cosa de horterillas y mangantes me medio pelo.
– Vanidad fatua generalizada, perteneciente al gremio de los sin oficio (mundo de los mentados, que no afamados). Estos/as figuran en las llamadas revistas del corazón, las cuales “sensu estricto” debieran llamarse revistas de los genitales.
– Vanidad consistente local. Gremio de los sabios no viajantes. Se trata de gente afamada, usualmente querida y un poco floja de memoria. Cierto tipo de clero es asiduo a tal “dependum”, así como muchos politiquillos (en el fondo son iguales). El Papa Francisco intenta poner orden. A los políticos solo se les catequiza a palos.
– Vanidad consistente generalizada. Gremio de los poderosos y sabios viajantes. Estos tienen de todo y practican la extravagancia con notable ahínco. Aquí tenemos a banqueros, directivos potentes de multinacionales y cargos políticos de envergadura, nacionales o internacionales.
Vámonos al mundo de Roma y así podremos introducir mejor la política en todos estos temas. Joaquín Borrell, ilustre notario valenciano y magnífico escritor, recoge las ideas de Meríones (un filósofo del Liceo poco vanidoso, y por ende carente de éxito), que clasifica a los romanos en litocéfalos, hematófagos y crisódulos, no siendo excluyentes dichas categorías, de manera que cualquier individuo (en nuestro caso, político o gestor) puede pertenecer a varias de ellas en mayor o menor grado, e incluso a todas ellas a la vez. Los que reunían en su persona las tres categorías (cabezas de piedra, comedores de sangre y siervos del oro) eran los romanos “químicamente puros”, llamados al “cursus honorum”, o lo que es lo mismo, a la vanidad recia y consistente de su carrera política, la de los asuntos de Estado. Esto es aplicable al mundo en que vivimos. El buen político, independientemente del partido a que pertenezca o grupo al que sirva, se expresa de una de estas maneras:
– Hay políticos litocéfalos. Están seriamente incapacitados para cambiar de opinión. Son leales y no se cuestionan las órdenes. Pero si solamente son litocéfalos, por desgracia, el señor no les dotó con las luminarias del intelecto, luego no suelen estar capacitados para el mando ni para el desarrollo de labores gestoras preferentemente intelectuales. Es muy poco probable que sean vanidosos, aunque si lo fueran, no estarían mal con algún motivo floral encima. En una frase: son peanas pétreas.
– Los hematófagos son magníficos en los debates, pero malos mantenedores de lo logrado, pues su condición, como la del escorpión de Esopo, es hacer daño. Su vanidad es peligrosísima, dado que se alimenta del daño ajeno. Sin embargo, su valentía, bien combinada con la lealtad litocefálica, les capacita muy bien para labores bélicas, o en tiempos de paz agrícolas, con notable gobierno del arnés, la reja y el legón, aliviados por el botijo bajo la carrasca.
– Los crisódulos son los más inteligentes, pero si solamente son eso, carecen de arrojo y su eficacia se minimiza mucho por la indecisión que les posee. Por otra parte, su moral distraída les impide centrarse en el bien común y presentan derrota hacia el propio pecunio, que crece inexorablemente, aunque no se sabe para qué, pues su avaricia les impide gastarlo.
El buen político ha de poseer estas tres características: firme en sus convicciones, decidido en el cumplimiento del deber y justo en la defensa de los derechos de la sociedad que le soporta (nunca mejor dicho). Ese es el genio ganador del “cursus honorum”, y cuya vanidad no ha de ser considerada como un defecto, sino como una característica que anima y alimenta el espíritu social al que sirve, siendo el mismo quien justifica mediante la “lex democratia” su humilde o fastuosa existencia. Si además es un político local, la situación se define mucho mejor:
– Un buen edil ha de saber comparecer con recursos aceptables en situaciones especialmente tensas.
– Igualmente, no ha de temer a la pérdida de dignidades en situaciones críticas y con lo poco o mucho de que disponga, ha de cumplir unos mínimos de honradez y decencia personal, que acaso le lleven al reconocimiento de los propios errores.
– El político ha de exigir una recompensa económica justa y representativa de su rango, pero no más, pues la renuncia a ello supone el daño a toda la institución en que sirve, y de rebote a toda la sociedad que la sostiene. Otra cosa convierte a las instituciones en tugurios y a las sociedades en bandas de malhechores organizadas.
Tal vez el cumplimiento de estas tres premisas pueda justificar una vanidad inteligente: la vanidad expresada como fruto de la humildad personal. Otra cosa, nos podría hacer caer en la idiocia, cosa muy poco aconsejable, ¡Vive Dios!
Y aunque todo esto sea así, puede que no pase de ser un sistema de bajeza moral, pues ya se sabe lo que Séneca le decía a Lucilio: “Olvídate de los asuntos de Estado y dedícate a cuestiones más elevadas, como ver crecer los trigales o escuchar el trino de las aves canoras”.