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En el contexto de la guerra de los ochenta años, concretamente en el 1583, las tropas francesas del duque de Anjou intentaron hacerse con el control de ocho de las más importantes ciudades de los Países Bajos, incluyendo Amberes.

Anjou cayó en desgracia y abandonó los Países Bajos en Junio. Moriría un año más tarde. Mientras tanto, en medio de la confusión, los curtidos veteranos de Alejandro Farnesio avanzaron rápidamente y tomaron la mayoría de los puertos a lo largo de la costa flamenca.

Tanto es así que, en el verano de 1584 penetraron hacia el interior y se hicieron con las posiciones claves de Flandes (Brujas y Gante). En Septiembre, las tropas se volcaron en realizar un ingente proyecto de ingeniería a unos 50 kilómetros por debajo de Amberes que cerraría el Escalda para aislar la metrópoli de su acceso al mar. Proyecto en el que se debía de construir un gran puente, de medidas colosales para la época, nada más y nada menos que de 728 metros de longitud, cuya sección central pendía sobre pontones anclados defendidos por un complejo de emplazamientos que contenía casi 200 cañones y barreras flotantes amarradas corriente abajo y arriba. La obra de bloqueo de Parma se hizo realidad y, a finales de Febrero de 1585, quedó finalizada.

Muchos contemporáneos consideraban inexpugnable a Amberes, gran ciudad situada junto al Escalda, con una población de 80.000 habitantes y provista de un circuito de 8 kilómetros de fortificaciones construidas «a la moderna«. Ciertamente, los Estados generales hicieron muy poco para prestarle socorro, aunque se debiera menos a la complacencia que a la confusión y falta de liderazgo que siguió el asesinato de Guillermo de Orange en Junio de 1584. Hasta Abril de 1585 no se llevó a cabo un esfuerzo, en condiciones, para rescatar Amberes; cuando una flota procedente de Holanda, comandada por el hijo ilegítimo de Orange, Justino de Nassau, aguardó en la desembocadura del Escalda, mientras en Amberes una flotilla de barcos cargados con explosivos se soltó río bajo con marea menguante contra el macro puente construido por los de Farnesio. Estas bombas flotantes habían sido diseñadas por un italiano, Federico Giambelli, con considerable ingenio. Unas estaban construidas para explotar con el impacto; otras estaban provistas de una espoleta retardada que prendería la carga cuando el barco se acercara al puente; y otras no eran nada más que simples brulotes repletos de pólvora y balas que explotarían cuando les alcanzara el calor.

Tal como Giambelli había previsto, la variedad de sus máquinas infernales causó confusión y desvió la atención entre los españoles. En conjunto, la idea de barcos explosivos era nueva, y el peligro que se cernía no fue considerado como tal. Así, cuando el más grandes de los «mecheros del infierno» que había sido preparado para que hiciera explosión casi inofensivamente en medio del río a corta distancia de su blanco, explosionó a modo de castillo de fuegos artificiales flotante, los defensores del puente se amontonaron junto al agua para contemplar dicha «representación». Ni Alejandro Farnesio pudo contener la curiosidad y se acercó a contemplar el colorido espectáculo. El de Parma acababa de regresar a su cuartel general, cuando uno de los restantes veleros, preparado para explotar por impacto, golpeó el puente. Murieron al menos 800 españoles, resultaron heridos muchos más y el mismo Parma fue alcanzado por la onda expansiva.

Lejos de amilanarse ante la adversidad que representaba el hecho, las tropas del ejército de Flandes recobraron la disciplina y se pusieron «manos a la obra»: repararon provisionalmente los daños, aguantaron en sus puestos de combate e impidieron a Justino y a su flota aprovechar la ventaja que había significado la explosión. Es más, se lanzó un contraataque y las ciudades de Brabante, incluida Amberes, cayeron una tras otra; pero la terrible experiencia de los barcos explosivos no fue fácil de olvidar. Los «mecheros del infierno» de Amberes pasaron a formar parte del vocabulario y de los temores irracionales cada soldado español.

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