Investigador infatigable, supo recoger, en la estela de Joaquín Costa, la llama vida del recuerdo del Cid
Ramiro Ledesma Ramos le saludó en los primeros números de «La Conquista del Estado», ensalzando la labor del Centro de Estudios Históricos. Para el entusiasta colaborador de «Revista de Occidente» y «La Gaceta Literaria», la obra de aquel instituto expresaba el rigor de una actitud intelectual que podía parangonarse, al fin, con la europea, tras años de grandilocuencias patrioteras a falta de patriotismo, y de una desconfianza radical en el futuro de la nación. Ledesma saludaba en Menéndez Pidal al hombre y al humanista, al investigador infatigable. Saludó a quien supo recoger, en la estela de Joaquín Costa, la llama vida del recuerdo del Cid. Pero también a quien se hacía responsable de una ingente tarea colectiva, capaz de desentrañar el pasado literario español y de construir con él las razones indiscutibles de una realidad nacional edificada conscientemente, a golpes de siglos de lucha y de cultura, de armas y de letras.
No sólo mereció el elogio de aquel intelectual malogrado, cuya esperanza de revitalización de España le llevó al campo de un nacionalismo violento y utópico. En la esfera de los sectores más moderados de nuestra cultura, se veía a Menéndez Pidal, que ya había cruzado la barrera de los sesenta años, como el portador de una vocación y una tenacidad difíciles de emular. Portador, desde luego, del sentido de regeneración cultural de un país que parecía empeñarse en desdeñarlo, de una nación que parecía dispuesta a negar su patrimonio intelectual, sus razones para vivir en el futuro y su significado en la historia de Occidente.
Ante aquella sociedad acomplejada, el talento de un individuo excepcional vino a proporcionar, en la primera mitad del siglo XX, lo que Menéndez Pelayo había levantado en las tres últimas décadas del XIX .El intelectual montañés vivió la culminación de una dilatada tarea de desnacionalización a la que opuso una obra gigantesca. Su larga vida permitió al filólogo gallego afrontar, ante los turbadores escenarios de la división de los españoles que preparó la tragedia de 1936, la excavación en lo más profundo de una historia compartida. Una historia y un idioma que se habían ido construyendo al unísono, como una tradición que los españoles iban pasando de mano en mano, de generación en generación, de siglo en siglo.
En 1929, Menéndez Pidal publicó los dos volúmenes de «La España del Cid», en cuyas primeras páginas describía los motivos para hablar del héroe castellano: «Contra esa debilidad actual del espíritu colectivo, pudieran servir de reacción todos los grandes recuerdos históricos que más nos hacen intimar con la esencia del pueblo a que pertenecemos y que más pueden robustecer aquella trabazón de los espíritus –el alma colectiva- inspiradora de la coherencia social». Pero, entre todos ellos, El Cid era un ejemplo de perseverancia, de sentido de la justicia, de voluntad integradora y de lealtad a lo que la monarquía castellana significaba en un momento en que la Edad Media española cambiaba de dirección, entroncando con el gran giro europeo del siglo XI. Se proponía escribir sobre algo que comportaba un riesgo de mitificación, pero que había que rescatar del olvido.
No había muestra más preocupante para el futuro nacional de los españoles que su terco empeño en menospreciar la historia común. Sin que ninguna autoridad hubiera levantado monumento alguno a la figura del Cid y, por tanto, a la esencia de una convivencia defendida durante siglos, escribía Menéndez Pidal aquella obra magistral: «Alzo como puedo mi sencilla estela conmemorativa (…). Mi deleznable monumento permanezca siquiera unas horas; contribuya a que, durante ellas, el lector viva los días del Cid, a que sienta como de hoy los problemas, los afanes, las pasiones de entonces, a que prolongue la vida de ahora en la de aquellas generaciones».
Un poderoso llamamiento, una serena convocatoria a tomar conciencia del pasado como continuidad, como tradición, como realización progresiva en el seno de la historia. Como espejo al que asomarse en momentos de inseguridad, como sistema nervioso que nos alerta del dolor y del peligro, como cuerpo constante que una nación alza ante la adversidad. Como idioma que atestigua la realidad y la conciencia de una comunidad cultural.
Unos años más tarde, iniciada ya la Guerra Civil, Menéndez Pidal pronunció en La Habana una hermosa conferencia, dedicada a la idea imperial de Carlos V. Allí pudo trazar la imagen de una época de transición, en la que un joven monarca supo ver en el catolicismo la reivindicación de valores universales frente a la disgregación nacionalista de la reforma protestante. Sin negar los factores anacrónicos que pudiera haber en la utopía imperial, el conferenciante desplegó su erudición para hablar de la modernidad de aquella España en la que la defensa de la fe católica pasaba a ser también el proyecto político de una nación con voluntad de esquivar el maquiavelismo, la fragmentación cultural de Occidente y la quiebra de un proyecto humanista basado en los valores sociales de la cristiandad.
Nada había en ello de patrioterismo ni de intolerancia. Sólo podemos hallar, en sus palabras, la necesidad orgullosa de defender el ser de España. Y defenderlo contra todos, incluso cuando, en la celebración del milenario de Castilla, alzó su voz para poner todo su prestigio al servicio de la petición de clemencia con el vencido. De la esperanza de reconciliación de los ciudadanos a cuya nación dedicó lo mejor de su trabajo y la más alta función de su inteligencia.
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