la inundacion

Nosotros que consignamos con gusto todos los hechos que por su mérito especial honran á la especie humana; nosotros que creemos que nuestros lectores participarán de nuestra misma satisfacción, cometeríamos una falta imperdonable si nos olvidáramos de hacer mención de un servicio importante prestado por el cabo 1.° José Pérez Montserrat.

No es este el primero que consignamos en las páginas de las Crónicas, llevado á cabo por el mismo individuo, y aunque distintos en la forma, reconocen la misma causa, la caridad.

No podía seguramente estar adornado de mejor sentimiento, ni es fácil encontrar uno que le sustituya.

Por esta razón volvemos con gusto á ocuparnos del cabo Pérez Montserrat, á cuyo nombre hay que agregar el del Guardia 1.° Pedro García Corredor (1), y el de D. Dionisio Juan y Compañy (2), sargento 1.°, jefe de la línea, á cuyas órdenes iban los dos anteriores.

II.

Al oscurecer del día 26 de Agosto de 1856, volvían de recorrer el distrito correspondiente al puesto de Valdeganga, en la provincia de Albacete, los tres individuos que acabamos de mencionar. Caminando por la orilla izquierda del Júcar, distinguieron á bastante distancia á un hombre que sobre un borrico, trataba de vadearlo.

Los Guardias que comprendían el peligro, y que no podían menos de calificar su intento de una temeridad, llamaron á gritos al hombre, y aun le hicieron señas para que desistiera de su imprudente propósito.

Todo fue inútil; el hombre no vio nada, y andaba buscando un punto por donde vadear el rio.

Pérez Montserrat echó á correr para evitar una desgracia, pero treinta pasos antes de llegar donde aquel estaba, le vio hundirse en el agua con un niño que llevaba en sus brazos, igualmente que á la caballería.

La corriente los arrolló en seguida, y ocultándolos en el fondo de sus ondas, nada dejó ver sobre la superficie.

A los pocos instantes apareció á flor de agua la cabeza del niño, que levantado por su padre, erguía su cabecita como en demanda de socorro, pero el infeliz volvió de nuevo á sumergirse, y á no ser por los Guardias hubiera encontrado su tumba en el fondo del rio Júcar.

III.

¡Terrible espectáculo!

Los Guardias quedaron un instante mudos de espanto.

Unos segundos después los tres, arrojando las correas y los fusiles con sin igual presteza, entraron uno tras otro en el rio en busca de aquellos dos desgraciados.

La corriente era caudalosa.

Montserrat se hundió hasta tocar con sus pies el fondo; pero hizo un poderoso esfuerzo y logró subir á la superficie, viendo á sus dos compañeros que en vano extendían sus manos, anhelando encontrar las de las víctimas.

El infeliz pasajero, arrollado por las aguas, sujetando en sus brazos al desdichado niño, que arrastrado á pesar de sus inauditos esfuerzos, á gran distancia, por la corriente de las aguas.

Aturdido, con las ansias mas horribles, sintiendo desfallecer su espíritu por momentos, aun notó que la corriente le había arrebatado dé sus brazos á su querido hijo, en una de las convulsiones que producía en él la asfixia.

Lleno de angustia, transido de amargura, intentó recobrar el hijo de su corazón, y luchando con las ansias de la muerte extendió convulsivamente las manos para buscarle, pero solo tropezaron con la turbia corriente que acababa de arrebatárselo.

La Providencia sin embargo, no abandonó á aquellos dos seres.

Los tres Guardias siguieron rio abajo, y en el momento en que el niño se desprendía de los brazos de su padre, encontraba los de Montserrat que, asiéndole cariñosamente le depositaban salvo en la orilla.

Volvía el valiente cabo á lanzarse al agua, pero al instante advirtió que sus compañeros le gritaban que ya también estaba en salvo el padre del niño, que entre todos habían arrancado de manos de la muerte.

Veamos cómo.

Cuando el desdichado paisano sintió agotadas sus fuerzas, cuando ya sin esperanza de encontrar á su hijo, sentía próximo su fin, hizo un esfuerzo supremo, y la casualidad le puso en la mano el ronzal de la caballería que se había sumergido con él.

Agarrándose entonces á aquella cuerda salvadora por un movimiento instintivo, pudo resistir la fuerza de la corriente, merced también á los esfuerzos que hacia el pobre animal, y lo que bastó para que el sargento 1.º D. Dionisio Juan y el Guardia Pedro García lo recogieran en aquel supremo trance del peligro.

Pisaron por fin la orilla, y como el viajero seguía con e1 ronzal agarrado, García tiró con fuerza de él, y pudo sacar á tierra la caballería.

En cuanto el padre abrió los ojos principió á dar gritos y ayes por haber perdido á su hijo.

¡Pero cuál no sería su sorpresa y el trasporte de su alegría cuando le vio en los brazos de Montserrat, que le prestaba cariñosamente todo género de auxilios!

El buen padre no daba crédito á lo que sus ojos veía en aquel instante. Tan profunda fue la impresión que causó en su alma el sentimiento de la pérdida de su hijo.

IV.

Conducidos los dos al puesto de la Guardia Civil se les prodigaron todos los cuidados que su estado reclamaba.

Preguntaron entonces al paisano por qué había cometido la temeridad de querer vadear el rio trayendo tanta agua; á lo que el campesino respondió: que ignoraba hubiese en eso el menor peligro, porque lo había hecho muchas veces sin ocurrirle percance de ningún género: que sin duda algunas avenidas de las que él no tenía conocimiento, habían socavado indudablemente el alveolo del rio, porque poco tiempo antes no estaba aquel paso tan profundo.

Entre tanto que esto decía no dejaba de abrazar y besar apasionadamente al niño, que incapaz de comprender el peligro que acababa de atravesar principió a jugar risueña y alegremente con sus manitas.

El padre echó de menos en este momento la faja, que sin duda se le había perdido en el agua, y en la cual llevaba sesenta reales, único capital con que contaba para mantener á su familia en aquellos días. Dos lágrimas cayeron silenciosas a lo largo de sus tostadas mejillas.

Los Guardias se sintieron conmovidos ante este mudo pesar, y mirándose unos a otros, y dejándose llevar los tres de las inspiraciones de su corazón generoso, inquirieron la causa y trataron inmediatamente de remediar el mal.

Reunieron entre los tres Guardias la cantidad perdida y se la entregaron al infeliz campesino que no sabía cómo mostrar su gratitud por esta última prueba de generosidad tan admirable.

Tomó pues los sesenta reales con mano trémula, y se los guardó silenciosamente en los bolsillos de su mojada chaqueta.

Miró á los Guardias con una expresión indescriptible, y montando en la caballería tomó lentamente el camino del pueblo á que se dirigía.

Los Guardias le siguieron con la vista hasta que desapareció, y entraron en su casa-cuartel á secarse las ropas que todavía destilaban agua.

Admirable ejemplo de caridad, de abnegación y de valor, pero no único, pues diariamente está presentando á su patria infinitos del mismo género la benemérita Guardia Civil.

Sus manos generosas libraron á dos seres de las de la muerte, y no contentos con tan heroica acción partieron su pan con el desgraciado.

¿Qué mas podían hacer?

CRONICAS ILUSTRADAS DE LA GUARDIA CIVIL