Un amor inesperado
(Cuento de Navidad sencillo y misterioso)
Francisco Hervás Maldonado
Podríamos empezar de otra manera, pero mejor lo hacemos como siempre: érase una vez un hombre de rasgos morunos. Vivía en Granada, allá por el Albaicín, y era conocido como “el andalusí”, pues siempre se sintió orgulloso de su herencia nazarí, manifestada en su físico y en su pensamiento, según él.
Su nombre no hace al caso y su edad era joven, sin entrar en detalles. Vivía un poco de lo que le caía, pues con una furgonetilla destartalada que poseía se las arreglaba para ir tirando. Hoy un porte, mañana un chapuz, pasado un traslado de alguien… Tan pronto era fontanero como deshollinador o carpintero, soldador como electricista o camarero, etc.
El andalusí terminaba siempre su jornada en la tasca de los bígaros, un barecillo modesto donde te servían bígaros de tapa, con cada cerveza o vino que pedías. Allí, cuando quedaban a solas, poco antes de cerrar, se sinceraba con Braulio, el dueño del bar, y viceversa, Braulio se sinceraba con él.
– Es que no entra de ná, Braulio.
– Por no entrar, tampoco entra nadie a tomar una caña.
– Pero no es lo mismo, Braulio. Tú vas tirando.
– Sí, sí… tirando de la soga de las deudas, que me va a terminar ahorcando. En cambio… tu no debes ni mijilla.
– Pero es un milagro que una furgoneta de casi treinta años arranque cada día. Y no tengo dinero para comprar otra.
En estas, una chiquilla preciosa, jovencita y acelerada, entró al bar.
– ¿Qué quieres, Loli?
– Mi padre se ahoga y tengo que llevarlo a urgencias.
– ¿Te pido un taxi? – dijo Braulio.
– Es que… no tenemos dinero.
– Yo lo llevo – dijo inmediatamente el andalusí – que ahí tengo mi furgoneta.
– ¿Y si llamo a una ambulancia? – añadió Braulio.
– Es que no cabe por estas calles. Tendríamos que bajarlo a Plaza Nueva.
– No te preocupes, chiquilla, que mi furgonetilla es chica y sí cabe por las calles.
– Entonces… – dijo la Lola – vamos a ello, pero no puedo pagarle.
– Ni yo consiento en que lo hagas – repuso el andalusí.
Así se hizo. Con grandes dificultades se llevó al padre de la chiquilla al Hospital Clínico de San Cecilio.
Unos días después, estando Braulio y el andalusí departiendo, como siempre, antes de cerrar, volvió a aparecer la niña. No dijo nada. Los besó en la mejilla a los dos y se fue.
Al día siguiente, el andalusí estuvo preguntando por la chica, Lola, en el barrio, así como en el Carmen donde habían recogido a su padre. Estaba vacío. Se atrevió y abrió la puerta, pues estaba que se abría sola con poco esfuerzo. Aquello era completamente distinto a lo del día en que recogió a ese hombre: estaba ruinoso, sin muebles ni ventanas. Corrió en busca de Braulio, quien dejó a su nuera a cargo del bar y se vino con el andalusí. Ambos, asombrados, hablaron con unos y otros. Nadie conocía a la chica ni a su padre, salvo ellos. Braulio le daba el bote muchos días o alguna tajadilla que sobrase y el andalusí llevó a su padre. Nadie más los había visto. Por fin, tras mucho preguntar, dieron con una abuela que les dijo algo: “si yo creo que esos dos murieron hace ya unos cincuenta años, sí, un padre y su hija, el padre se puso enfermo y, como no podían venir a por él, la chica salió a buscar ayuda, pero al volver, el padre dejó caer una vela y salió todo ardiendo. La chica intentó salvarlo y se le cayó el techo encima, muriendo ambos”.
Los dos amigos se quedaron impactados y volvieron al bar, caminando en silencio. Allí se quedaron todo el día, hasta la hora de cierre. En estas, entró nuevamente la niña
.- No tengáis miedo – dijo – que Dios ha contemplado vuestra generosidad y vuestro amor. Yo solo soy su enviada. Esta Nochebuena, dentro de tres días, Jesús os devolverá el ciento por uno de todo cuanto habéis hecho.
Y se marchó. No eran gente de iglesia, pero Braulio y el Andalusí no faltaron a la misa del gallo en San Miguel Bajo. A la salida, camino de sus casas, escucharon un llanto en un recodo. Se acercaron y allí estaban un Niño, su Madre, su Padre, una mula y un buey, retrancados en un viejo Carmen, casualmente aquél en que habían buscado a la chica, un Carmen ruinoso. Y por los cielos revoloteaba una criatura brillante con alas, que decía: “¡Gloria a Dios en el Cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!”
Cayeron los dos de rodillas y adoraron al niño, ofreciéndole lo que tenían: unos pañuelos de papel, un encendedor y un décimo del sorteo del niño. La Virgen les sonreía (y se parecía mucho a la Lola) y San José les bendecía (y era igual que el padre de la Lola). El Niño dejó de llorar y les agarraba de la mano a ambos. Luego, ambos sintieron como un mareo y al poco se despertaron en el suelo, junto a la pequeña fogata que les calentaba. Estaban solos, pero en sus oídos aún retumbaban las palabras del ángel.
Pasó el tiempo y jamás hablaron de aquello, aunque jamás lo olvidaron. Siguieron igual, pero desde entonces ya no sintieron la necesidad de tener cosas. Cada vez que algo les hacía falta, de alguna manera lo tenían. Y así, viviendo con bondad y sencillez, el andalusí y Braulio fueron envejeciendo, hasta que un buen día el Señor los llamó a su lado y allí estaban también la niña y su padre, la Virgen y San José: esperándoles con mucho amor, con gran alegría y llenos de satisfacción.
Porque el Señor ama – y mucho – a las gentes sencillas y buenas.